Traducción de Google: Nota de Ville Hietanen (Jerome) de ProphecyFilm.com y Against-All-Heresies-And-Errors.blogspot.com: En la actualidad, yo (pero no mi hermano del correo "professionfilm12") he actualizado muchos de mis cree estar más en línea con el Vaticano II y ya no me adhiero a la posición de que el Vaticano II o los protestantes, musulmanes, budistas o varios grupos y pueblos tradicionalistas, etc. o las diversas enseñanzas, santos y adherentes al Vaticano II (y otros canonizados por el Vaticano II) como Santa Madre Teresa o San Papa Juan Pablo II, etc., fue herético o condenado o no católico (o no el Papa) - o que son indignos de este título. También he abrazado las opiniones sexuales sobre el matrimonio del Vaticano II y ya no me adhiero a las interpretaciones estrictas expresadas en este sitio web y en mis otros sitios web. Para leer más de mis puntos de vista, vea estos artículos: Algunas correcciones: Por qué ya no condeno a otros ni los juzgo como malvados que hice antes. Por qué ya no rechazo al Vaticano II y a los sacerdotes católicos tradicionales ni a recibir sacramentos de ellos (sobre el bautismo de deseo, el bautismo de sangre, la planificación familiar natural, Una Cum, etc.) Preguntas y respuestas: ¿La condenación y los tormentos eternos para nuestros hijos y seres queridos es "verdad" y "buena", pero la salvación para todos es "maldad" y una "herejía"?

Biografia y Historia de la Virgen Maria

Biografia y Historia de la Virgen Maria

Cuando oí las palabras del ángel, sentí el más ferviente deseo de convertirme en la Madre de Dios, y mi alma dijo con amor: ‘¡Aquí estoy, hágase tu voluntad en mí!’ Al decir aquello, en ese momento y lugar, fue concebido mi Hijo en mi vientre con una inefable exultación de mi alma y de los miembros de mi cuerpo. Cuando Él estaba en mi vientre, lo engendré sin dolor alguno, sin pesadez ni cansancio en mi cuerpo. Me humillé en todo, sabiendo que portaba en mí al Todopoderoso...
Biografia de la Virgen Maria

La niñez y la vida de la Virgen María en sus propias palabras reveladas a Santa Brígida

Palabras de la Reina de los Cielos a su querida hija sobre el hermoso amor que el Hijo profesaba a su Madre Virgen; sobre cómo la Madre de Cristo fue concebida en un matrimonio casto y santificada en el vientre de su madre; sobre cómo ascendió en cuerpo y alma al Cielo; sobre el poder de su nombre y sobre los ángeles asignados a los hombres para el bien o para el mal.

Capítulo 9

Yo soy la Reina del Cielo. Ama a mi Hijo, porque él es el honestísimo y cuando lo tienes a Él tienes todo lo que es honesto. Él es lo más deseable y cuando lo tienes a Él tienes todo lo que es deseable. Ámalo, también, porque Él es virtuosísimo y cuando lo tienes a él tienes todas las virtudes. Te voy a contar lo hermoso que fue su amor hacia mi cuerpo y mi alma y cuánto honor le dio a mi nombre. Él, mi hijo, me amó antes de que yo lo amara a Él, pues es mi Creador. Él unió a mi padre y a mi madre en un matrimonio tan casto que no se puede encontrar a ninguna pareja más casta.

Nunca desearon unirse excepto de acuerdo a la Ley, sólo para tener descendencia. Cuando el ángel les anunció que tendrían una Virgen por la cual llegaría la salvación del mundo, antes hubieran muerto que unirse en un amor carnal pues la lujuria estaba extinguida en ellos. Te aseguro que, por la caridad divina y debido al mensaje del ángel, ellos se unieron en la carne, no por concupiscencia sino contra su voluntad y por su amor hacia Dios. De esta forma, mi carne fue engendrada de su semilla a través del amor divino.

Cuando mi cuerpo se formó, Dios envió al alma creada dentro de Él desde su divinidad. El alma fue inmediatamente santificada junto con el cuerpo y los ángeles la vigilaban y custodiaban día y noche. Es imposible expresarte qué grandísimo gozo sintió mi madre cuando mi alma fue santificada y se unió a su cuerpo. Después, cuando el curso de mi vida estuvo cumplido, mi Hijo primero elevó mi alma, por haber sido la dueña del cuerpo, a un lugar más eminente que los demás, cerca de la gloria de su divinidad, y después mi cuerpo, de forma que ningún otro cuerpo de criatura está tan cerca de Dios como el mío.

¡Mira cuánto amó mi Hijo a mi alma y cuerpo! Hay personas, sin embargo, que maliciosamente niegan que yo haya sido ascendida en cuerpo y alma, y hay otras que simplemente no tienen mayor conocimiento. Pero la verdad de ello es cierta: Fui elevada hasta la Gloria de Dios en cuerpo y alma. ¡Escucha ahora lo mucho mi Hijo honró mi nombre! Mi nombre es María, como dice el Evangelio.

Cuando los ángeles oyen este nombre, se regocijan en su conciencia y dan gracias a Dios por la grandísima gracia que obró en mí y conmigo, porque ellos ven la humanidad de mi Hijo glorificada en su divinidad. Las almas del purgatorio se regocijan de especial manera, como cuando un hombre enfermo que está en la cama escucha alentadoras palabras de otros y esto agrada a su corazón haciéndole sentir contento. Al oír mi nombre, los ángeles buenos se acercan inmediatamente a las almas de los justos, a quienes han sido dados como guardianes, y se regocijan en sus progresos. Los ángeles buenos han sido adjudicados a todos como protección y los ángeles malos como prueba.

No es que los ángeles estén nunca separados de Dios sino que, más bien, asisten al alma sin dejar a Dios y permanecen constantemente en su presencia, mientras siguen inflamando e incitando al alma a que haga el bien. Los demonios todos se espantan y temen mi nombre. Al sonido del nombre de María, sueltan inmediatamente a la presa que tengan en sus zarpas. Lo mismo que un ave rapaz, cebada en su presa con sus garras, la deja en cuanto oye un ruido y vuelve después cuando ve que no pasa nada, igualmente los demonios dejan al alma, asustados, al oír mi nombre, pero vuelven de nuevo rápidos como una flecha a menos que vean que después se ha producido una enmienda.

Nadie está tan enfriado en el amor de Dios –a menos que esté condenado—que no se aleje del él el demonio si invoca mi nombre con la intención de no volver más a sus malos hábitos, y el demonio se mantiene lejos de él a menos que vuelva a consentir en pecar mortalmente. Sin embargo, a veces se le permite al demonio que lo inquiete por el bien de una mayor recompensa, pero nunca para que llegue a poseerlo.


Palabras de la Virgen María a su hija, ofreciéndole una provechosa enseñanza sobre cómo debe de vivir, y describiendo maravillosos detalles de la pasión de Cristo.

Capítulo 10

Yo soy la Reina del Cielo, la Madre de Dios. Te dije que debías llevar un broche sobre tu pecho. Ahora te mostraré con más detalle cómo, desde el principio, nada más aprender y llegar a la comprensión de la existencia de Dios, estuve siempre solícita y temerosa de mi salvación y observancia religiosa. Cuando aprendí más plenamente que el mismo Dios era mi Creador y el Juez de todas mis acciones, llegué a amarlo profundamente y estuve constantemente alerta y observadora para no ofenderlo de palabra ni de obra.

Cuando supe que Él había dado su Ley y mandamientos a su pueblo y obró tantos milagros a través de ellos, hice la firme resolución en mi alma de no amar nada más que a Él, y las cosas mundanas se volvieron muy amargas para mí. Entonces, sabiendo que el mismo Dios redimiría al mundo y nacería de una Virgen, yo estaba tan conmovida de amor por Él que no pensaba en nada más que en Dios ni quería nada que no fuera Él. Me aparté, en lo posible, de la conversación y presencia de parientes y amigos, y le di a los necesitados todo lo que había llegado a tener, quedándome sólo con una moderada comida y vestido.

Nada me agradaba sino sólo Dios. Siempre esperé en mi corazón vivir hasta el momento de su nacimiento y, quizá, aspirar a convertirme en una indigna servidora de la Madre de Dios. También hice en mi corazón el voto de preservar mi virginidad, si esto era aceptable para Él, y de no poseer nada en el mundo. Pero si Dios hubiera querido otra cosa, mi deseo era que se cumpliera en mí su deseo y no el mío, porque creí en que Él era capaz de todo y que Él sólo querría lo mejor para mí. Por ello, sometí a Él toda mi voluntad. Cuando llegó el tiempo establecido para la presentación de las vírgenes en el templo del Señor, estuve presente con ellas gracias a la religiosa obediencia de mis padres.

Pensé para mí que nada era imposible para Dios y que, como Él sabía que yo no deseaba ni quería nada más que a Él, Él podría preservar mi virginidad, si esto le agradaba y, si no, que se hiciera su voluntad. Tras haber escuchado todos los mandamientos en el templo, volví a casa aún ardiendo más que nunca en mi amor hacia Dios, siendo inflamada con nuevos fuegos y deseos de amor cada día. Por eso, me aparté aún más de todo lo demás y estuve sola noche y día, con gran temor de que mi boca hablase o mis oídos oyesen algo contra Dios, o de que mis ojos mirasen algo en lo que se deleitaran. En mi silencio sentí también temor y ansiedad por si estuviera callando en algo que debiera de hablar.

Con estas turbaciones en mi corazón, y a solas conmigo misma, encomendé todas mis esperanzas a Dios. En aquel momento vino a mi pensamiento considerar el gran poder de Dios, cómo los ángeles y todas las criaturas le sirven y cómo es su gloria indescriptible y eterna. Mientras me preguntaba todo esto, tuve tres visiones maravillosas. Vi una estrella, pero no como las que brillan en el Cielo. Vi una luz, pero no como las que alumbran el mundo. Percibí un aroma, pero no de hierbas ni de nada de eso, sino indescriptiblemente suave, que me llenó tanto que sentí como si saltara de gozo. En ese momento, oí una voz, pero no de hablar humano.

Tuve mucho miedo cuando la oí y me pregunté si sería una ilusión. Entonces, apareció ante mí un ángel de Dios en una bellísima forma humana, pero no revestido de carne, y me dijo: ‘Ave, llena gracia…’ Al oírlo, me pregunté qué significaba aquello o por qué me había saludado de esa forma, pues sabía y creía que yo era indigna de algo semejante, o de algo tan bueno, pero también sabía que para Dios no era imposible hacer todo lo que quisiese. Acto seguido, el ángel añadió: ‘El hijo que ha de nacer en ti es santo y se llamará Hijo de Dios. Se hará como a Dios le place’. Aún no me creí digna ni le pregunté al ángel ‘¿Por qué?’ o ‘¿Cuándo se hará?’, pero le pregunté: ‘¿Cómo es que yo, tan indigna, he de ser la madre de Dios, si ni siquiera conozco varón?’

El ángel me respondió, como dije, que nada es imposible para Dios, pero ‘Todo lo que él quiera se hará’. Cuando oí las palabras del ángel, sentí el más ferviente deseo de convertirme en la Madre de Dios, y mi alma dijo con amor: ‘¡Aquí estoy, hágase tu voluntad en mí!’ Al decir aquello, en ese momento y lugar, fue concebido mi Hijo en mi vientre con una inefable exultación de mi alma y de los miembros de mi cuerpo. Cuando Él estaba en mi vientre, lo engendré sin dolor alguno, sin pesadez ni cansancio en mi cuerpo. Me humillé en todo, sabiendo que portaba en mí al Todopoderoso. Cuando lo alumbré, lo hice sin dolor ni pecado, igual que cuando lo concebí, con tal exultación de alma y cuerpo que sentí como si caminara sobre el aire, gozando de todo. Él entró en mis miembros, con gozo de toda mi alma, y de esa forma, con gozo de todos mis miembros, salió de mí, dejando mi alma exultante y mi virginidad intacta.

Cuando lo miré y contemplé su belleza, la alegría desbordó mi alma, sabiéndome indigna de un Hijo así. Cuando consideré los lugares en los que, como sabía a través de los profetas, sus manos y pies serían perforados en la crucifixión, mis ojos se llenaron de lágrimas y se me partió el corazón de tristeza. Mi hijo miró a mis ojos llorosos y se entristeció casi hasta morir. Pero al contemplar su divino poder, me consolé de nuevo, dándome cuenta de que esto era lo que él quería y, por ello, como era lo correcto, conformé toda mi voluntad a la suya. Así, mi alegría siempre se mezclaba con el dolor.

Cuando llegó el momento de la pasión de mi Hijo, sus enemigos lo arrestaron. Lo golpearon en la mejilla y en el cuello, y lo escupieron mofándose de él. Cuando fue llevado a la columna, él mismo se desnudó y colocó sus manos sobre el pilar, y sus enemigos se las ataron sin misericordia. Atado a la columna, sin ningún tipo de ropa, como cuando vino al mundo, se mantuvo allí sufriendo la vergüenza de su desnudez. Sus enemigos lo cercaron y, estando huidos todos sus amigos, flagelaron su purísimo cuerpo, limpio de toda mancha y pecado. Al primer latigazo yo, que estaba en las cercanías, caí casi muerta y, al volver en mí, vi en mi espíritu su cuerpo azotado y llagado hasta las costillas.

Lo más horrible fue que, cuando le retiraron el látigo, las correas engrosadas habían surcado su carne. Estando ahí mi Hijo, tan ensangrentado y lacerado que no le quedó ni una sola zona sana en la que azotar, alguien apareció en espíritu y preguntó: ‘¿Lo vais a matar sin estar sentenciado?’ Y directamente le cortó las amarras. Entonces, mi Hijo se puso sus ropas y vi cómo quedó lleno de sangre el lugar donde había estado y, por sus huellas, pude ver por dónde anduvo, pues el suelo quedaba empapado de sangre allá donde Él iba. No tuvieron paciencia cuando se vestía, lo empujaron y lo arrastraron a empellones y con prisa. Siendo tratado como un ladrón, mi Hijo se secó la sangre de sus ojos. Nada más ser sentenciado, le impusieron la cruz para que la cargara. La llevó un rato, pero después vino uno que la cogió y la cargó por Él. Mientras mi Hijo iba hacia el lugar de su pasión, algunos le golpearon el cuello y otros le abofetearon la cara. Le daban con tanta fuerza que, aunque yo no veía quién le pegaba, oía claramente el sonido de la bofetada.

Cuando llegué con Él al lugar de la pasión, vi todos los instrumentos de su muerte allí preparados. Al llegar allí, Él solo se desnudó mientras que los verdugos se decían entre sí: ‘Estas ropas son nuestras y Él no las recuperará porque está condenado a muerte’. Mi Hijo estaba allí, desnudo como cuando nació y, en esto, alguien vino corriendo y le ofreció un velo con el cuál el, contento, pudo cubrir su intimidad. Después, sus crueles ejecutores lo agarraron y lo extendieron en la cruz, clavando primero su mano derecha en el extremo de la cruz que tenía hecho el agujero para el clavo. Perforaron su mano en el punto en el que el hueso era más sólido. Con una cuerda, le estiraron la otra mano y se la clavaron en el otro extremo de la cruz de igual manera.

A continuación, cruzaron su pie derecho con el izquierdo por encima usando dos clavos de forma que sus nervios y venas se le extendieron y desgarraron. Después le pusieron la corona de espinas[1] y se la apretaron tanto que la sangre que salía de su reverenda cabeza le tapaba los ojos, le obstruía los oídos y le empapaba la barba al caer. Estando así en la cruz, herido y sangriento, sintió compasión de mí, que estaba allí sollozando, y, mirando con sus ojos ensangrentados en dirección a Juan, mi sobrino, me encomendó a él. Al tiempo, pude oír a algunos diciendo que mi Hijo era un ladrón, otros que era un mentiroso, y aún otros diciendo que nadie merecía la muerte más que Él.

Al oír todo esto se renovaba mi dolor. Como dije antes, cuando le hincaron el primer clavo, esa primera sangre me impresionó tanto que caí como muerta, mis ojos cegados en la oscuridad, mis manos temblando, mis pies inestables. En el impacto de tanto dolor no pude mirarlo hasta que lo terminaron de clavar. Cuando pude levantarme, vi a mi Hijo colgando allí miserablemente y, consternada de dolor, yo Madre suya y triste, apenas me podía mantener en pie.

Viéndome a mí y a sus amigos llorando desconsoladamente, mi Hijo gritó en voz alta y desgarrada diciendo: ‘¿Padre por qué me has abandonado?’ Era como decir: ‘Nadie se compadece de mí sino tú, Padre’. Entonces sus ojos parecían medio muertos, sus mejillas estaban hundidas, su rostro lúgubre, su boca abierta y su lengua ensangrentada. Su vientre se había absorbido hacia la espalda, todos sus fluidos quedaron consumidos como si no tuviera órganos. Todo su cuerpo estaba pálido y lánguido debido a la pérdida de sangre. Sus manos y pies estaban muy rígidos y estirados al haber sido forzados para adaptarlos a la cruz. Su barba y su cabello estaban completamente empapados en sangre.

Estando así, lacerado y lívido, tan sólo su corazón se mantenía vigoroso, pues tenía una buena y fuerte constitución. De mi carne, Él recibió un cuerpo purísimo y bien proporcionado. Su cutis era tan fino y tierno que al menor arañazo inmediatamente le salía sangre, que resaltaba sobre su piel tan pura. Precisamente por su buena constitución, la vida luchó contra la muerte en su llagado cuerpo. En ciertos momentos, el dolor en las extremidades y fibras de su lacerado cuerpo le subía hasta el corazón, aún vigoroso y entero, y esto le suponía un sufrimiento increíble. En otros momentos, el dolor bajaba desde su corazón hasta sus miembros heridos y, al suceder esto, se prolongaba la amargura de su muerte.

Sumergido en la agonía, mi Hijo miró en derredor y vio a sus amigos que lloraban, y que hubieran preferido soportar ellos mismos el dolor con su auxilio, o haber ardido para siempre en el infierno, antes que verlo tan torturado. Su dolor por el dolor de sus amigos excedía toda la amargura y tribulaciones que había soportado en su cuerpo y en su corazón, por el amor que les tenía. Entonces, en la excesiva angustia corporal de su naturaleza humana, clamó a su Padre: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu’.

Cuando yo, Madre suya y triste, oí esas palabras, todo mi cuerpo se conmovió con el dolor amargo de mi corazón, y todas las veces que las recuerdo lloro desde entonces, pues han permanecido presentes y recientes en mis oídos. Cuando se le acercaba la muerte, y su corazón se reventó con la violencia de los dolores, todo su cuerpo se convulsionó y su cabeza se levantó un poco para después caérsele otra vez. Su boca quedó abierta y su lengua podía ser vista toda sangrante. Sus manos se retrajeron un poco del lugar de la perforación y sus pies cargaron más con el peso de su cuerpo. Sus dedos y brazos parecieron extenderse y su espalda quedó rígida contra la cruz.

Entonces, algunos me decían: ‘María, tu Hijo ha muerto’. Otros decían: ‘Ha muerto pero resucitará’. A medida que todos se iban marchando, vino un hombre, y le clavó una lanza en el costado con tanta fuerza que casi se le salió por el otro lado. Cuando le sacaron la espada, su punta estaba teñida de sangre roja y me pareció como si me hubieran perforado mi propio corazón cuando vi a mi querido hijo traspasado. Después lo descolgaron de la cruz y yo tomé su cuerpo sobre mi regazo. Parecía un leproso, completamente lívido. Sus ojos estaban muertos y llenos de sangre, su boca tan fría como el hielo, su barba erizada y su cara contraída.

Sus manos estaban tan descoyuntadas que no se sostenían siquiera encima de su vientre. Le tuve sobre mis rodillas como había estado en la cruz, como un hombre contraído en todos sus miembros. Tras esto le tendieron sobre una sábana limpia y, con mi pañuelo, le sequé las heridas y sus miembros y cerré sus ojos y su boca, que había estado abierta cuando murió. Así lo colocaron en el sepulcro. ¡De buena gana me hubiera colocado allí, viva con mi Hijo, si esa hubiera sido su voluntad! Terminado todo esto, vino el bondadoso Juan y me llevó a su casa. ¡Mira, hija mía, cuánto ha soportado mi Hijo por ti!

[1] Explicación del Libro 7 - Capítulo 15 (from the english translation): "Entonces la corona de espinas, que habían removido de Su cabeza cuando estaba siendo crucificado, ahora la ponen de vuelta, colocándola sobre su santísima cabeza. Punzó y agujereó su imponente cabeza con tal fuerza que allí mismo sus ojos se llenaron de sangre que brotaba y se obstruyeron sus oídos."

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